Más papistas que el papa


Hace cinco años el cardenal Bergoglio era ungido Papa. 
Decidió ser Francisco. 
Desde nuestra cama en Gesell aún somnolientos recibimos la noticia por un wassap de Verónica desde Suiza. 
“El Papa es argentino! Es Jorge Bergoglio!!”
Su mensaje trasuntaba la alegría nacionalista de quien hace años vive fuera de su país. 

Tenía 14 años cuando esperé junto a mis padres el mítico humo blanco que indicaría que un nuevo papa había sido elegido: Juan Pablo I.
¿Era una esperanza de que algo mejor podía pasarle a la humanidad? 
El nuevo Pontífice falleció al mes de ser electo por causas no muy claras, así que se repitió lo del humo blanco y todo el planeta estaba pendiente de la noticia.
Así llegó Juan Pablo II, el papa polaco que visitó nuestro país al poco tiempo y causó sensación recorriendo las calles con su papamóvil. 
Después no pasó mucho más por estos lados, aunque su participación fuera muy activa en otras partes del mundo.
En 2005, tras la muerte de Wojtila, el alemán Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI y más tarde en 2013 sería el primero en renunciar a su papado en 700 años de historia. 
Entonces el humo blanco otra vez y un papa argentino. Sudamericano. Jesuita. Negro?
¿Era para ilusionarse? ¿Con qué o por qué?
Como sea, los papas no parecían tener demasiada importancia en el andar doloroso del mundo.
Me asomé por la ventana a mirar el mar. 
Desayunamos y a lo largo de los días resonaron las voces emocionadas de periodistas y opinólogos en todos los canales, radios y diarios. 
Con el correr del tiempo la emoción de algunos fue deviniendo en crítica velada y últimamente en ataque directo porque Bergoglio pisa fuerte en terrenos incómodos.
Sus pasos empezaron a llamar la atención, el mundo comenzó a tomar nota de su discurso por lo sencillo, por lo humano, por lo sensato más allá de toda postura religiosa. Las redes se inundaron con sus frases.
A favor de los más débiles y en contra del capitalismo salvaje, clamando por tierra, techo y trabajo, arengando contra la desigualdad en México, en Bolivia, en Brasil, pidiéndonos cuidar nuestra Casa, la Madre TIerra. 
Sus posturas no gustan a los más poderosos e irritan a muchos.
En especial en Argentina. 
Tal vez porque sentimos que nos habla a nosotros -a sus compatriotas- cada vez que habla. Que nos manda un mensaje encriptado cuando sus palabras caen duras pero irrefutables en medio de la supuesta grieta.  
Predica la empatía, la solidaridad, la paz, la igualdad y la humildad. 
Advierte sobre un individualismo criminal cuando unos pocos tienen tanto y otros tan poco…y cuando el dolor ajeno nos es más ajeno que nunca.
Parece difícil que alguien pudiera estar en desacuerdo con tanta cordura.
Sin embargo enoja, produce furia y necesidad de desprestigiarlo, de malinterpretarlo. 
Le adjudican tirón de orejas para unos, guiño disimulado para otros.
Le recriminan tomar partido y no tomar partido. 
Le reclaman ser más Bergoglio y menos Francisco.
¿Qué está pasando? ¿Por qué hay que tenerle bronca? 
¿Hay que ser más papistas que el papa?
Seguramente cometerá errores, tendrá contradicciones con el poder que desea y confronta al mismo tiempo.
Pero a mi -que de católica nada más que haber tomado la comunión- me gusta esa pequeña revolución que causan sus palabras cuando pone en evidencia la hipocresía de una sociedad que le reza a Dios mientras venera el Dinero.
Me gusta lo que deja flotando a la vista para el que quiera ver.
Me gusta porque no delata, no acusa ni señala. 
Solo nos invita a mirarnos al espejo y revisar qué mundo buscamos construir. 
Y entonces, después si:  a quien le quepa el sayo, que se lo ponga.

Clodia

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