No hay peor sordo que el que no quiere oir

Así es.

Todos tenemos la noción del diálogo como un intercambio de información entre dos o más personas. La información nos llega del otro envasada en palabras.

La palabra es un vehículo de significados múltiples, y esta multiplicidad no se refiere exclusivamente a la ambigüedad del lenguaje sino también a la predisposición tanto del emisor como del receptor a aquello que llamamos “honestidad intelectual”.

Ni siquiera en el ámbito científico, donde se supone que el lenguaje es más exacto y los fundamentos del discurso más verificables, hay garantía alguna de un comportamiento humano desprovisto de intereses personales.

Todo diálogo está condicionado por la intención de los participantes y sus necesidades inmediatas: prevalecer en un grupo, conquistar los favores afectivos de alguna persona, obtener prestigio o consolidarlo, lograr un ascenso laboral, ocultar una debilidad, y una gran cantidad de etcéteras…

Suponemos que el error propio - si alguien lo advierte - nos aleja de esos propósitos, entonces preferimos eludir la verdad e insistir en el discurso previo, disimulando que ya ni nosotros nos lo creemos. Si la pifiamos… que no se note…

La verdad, ese fantasma escurridizo que nos acecha, suele ser enemiga del ego cuando falta humildad. El error advertido, en lugar de estimularnos a búsquedas renovadas, sólo nos provoca vergüenza.

Podríamos decir pues que todo diálogo sería fructífero, enriquecedor y armonioso si los seres humanos tuviéramos una relación más humilde y sabia con el propio error.

Las verdades que la humanidad ha conquistado a lo largo de siglos no fueron fruto de una investigación pacífica por la cual una certeza que se descubría falsa se descartaba rápidamente. Antes bien, había que emprender una lucha larga y costosa para derribar los templos del orgullo humano, diseñados para preservar poder y no para construir conocimiento.

Toda una historia de diálogos de sordos. Paso aquí por alto que los hipoacúsicos y los mudos disponen de un lenguaje propio mediante el cual pueden comunicarse bastante mejor, seguramente, que los que creemos manejar todas las facultades de la comunicación oral.

Asoma en estas consideraciones el bendito asunto de la posverdad: una cosa es la imposibilidad de aceptar un error propio por que quien se equivoca pierde imagen. Este es simplemente un necio. Otra es que la verdad o el error sean irrelevantes para quien comunica. En este último caso, el emisor construye argumentos según lo que necesita lograr, sin importarle si es veraz o falso su mensaje. Este es un cínico.

En nuestro tiempo y en nuestra sociedad se ha puesto de moda hacer campaña política de este modo. Y puedo enumerar varias cuestiones públicas que han sido reducidas a opciones excluyentes de dos maneras: están aquellas cuestiones en las que una de las partes está equivocada; pero están las cuestiones en las que una de las partes está mintiendo descaradamente, y todavía no lo descubrimos.

Y en esto como en el resto de los desafíos de la vida, hay que distinguir cuándo la responsabilidad de terminar con el engaño empieza a ser de los que se comieron el cuento y no sólo del embustero original.

Va de regalo un tangazo alusivo.

Catulo








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