Aprender a MARCHAR

Imposible asociar esa palabra al mero hecho de "desplazarse” una vez que ha sido transformada por los pueblos del mundo en sinónimo de lucha colectiva. 

Sin embargo en estos meses de pandemia salir a manifestar rabias individuales destempladas y sin objetivo común se ha vuelto moneda incoherente.


Crecí en La Plata, ciudad sin marchas desde la trágica marcha de los lápices, al menos para los que pasamos la adolescencia en dictadura.   

 

En 1989 durante mi primer trabajo en una mesa de dinero presencié con muda indignación lo divertido que puede resultarle al omnipotente “mercado” doblegar a un presidente para que no termine su mandato. 

 

Más tarde atravesé los noventa con suficiente incomodidad como para equivocarme con la Alianza -como muchos argentinos- y asistir luego con tristeza impotente a los años que siguieron: 2001, helicóptero, represión, 40 muertos, récord de 5 presidentes en 11 días, más represión, asesinato de dos militantes sociales y finalmente llamado a elecciones. No había candidato entre los dirigentes reconocidos y entonces apareció un ignoto gobernador de Santa Cruz para salvar las papas. 

Así irrumpieron en la escena, primero Nestor y después Cristina, con la fuerza de las utopías posibles. 


Fue en esos años que aprendí a “marchar”, con ese sentido social de individuos coordinados en la hermandad de sueños y propósitos comunes.


Cada 24 de marzo, cada ocasión de reclamo o de apoyo, el festejo del bicentenario, la ola verde fueron consolidando una propuesta inclusiva indigerible para una parte de la sociedad: la más poderosa. 


Marchar se volvió rutina indispensable entre 2016 y 2019. Contra el nombramiento de jueces por decreto, contra el 2x1, contra el ajuste a las jubilaciones, por Santiago Maldonado, por Rafael Nahuel, por el Ara San Juan, contra el préstamo del FMI. Sobraron los motivos: la mentira, el desempleo, el endeudamiento, el atropello a las instituciones y aún hoy insisten en disfrazar de transparencia lo que fue corrupción de guante blanco. 


El último 17 de octubre, después de tantos meses de terraplanismo usurpando el territorio muchos de los que solemos discutir ociosamente la pertenencia al peronismo salimos a celebrarlo sin reservas. Como aquellos que cruzaron el riachuelo para pedir por el líder cautivo, miles inundamos la ciudad porque necesitábamos cargar una bandera argentina, recuperar el símbolo querido que sólo parecía pertenecerle a los abanderados de la furia, a los que salen con fotos de la ex presidenta tras las rejas, vestida con traje a rayas, o que colocan horcas para el presidente en ejercicio mientras argumentan locuras anti-todo. Porque no marchan: vituperan. 


Días después, al cumplirse una década del fallecimiento de Néstor Kirschner hubo canciones, flores y velas que transformaron la marcha homenaje en una celebración. Otra vez las calles se colmaron de una marea pacífica y alegre aunque deliberadamente invisibilizada para sostener la fantasía de que “la gente” es la que se manifiesta con violencia en defensa de la patria y la libertad de expresión -ambas en dudoso peligro. Y mientras las pantallas ocultan, confunden y demonizan la opinión diferente, el derecho humano a la información veraz en el que se basa la libre elección se desvanece sin remedio.

 

Al resignar ese derecho fundamental para comprender la realidad terminan respaldando lo que con tanto fervor pretenden combatir: la impunidad. No quieren verla detrás de las causas inventadas que apenas garantizan el show mediático que esa porción de la sociedad requiere para permanecer en la ignorancia. Aceptan ser despojados de la posibilidad de enterarse que las operaciones de dólar futuro no constituyen delito, que Vicentin es una empresa denunciada por estafa en tribunales extranjeros o que la “propiedad privada” supuestamente amenazada tiene a sus titulares flojos de papeles y llenos de demandas por usurpación de tierras fiscales, reducción a la servidumbre de empleados rurales, desvío y ocultamiento de fondos. Protestan enajenados y ajenos a cómo se tritura el cumplimiento de la ley con denuncias falsas avaladas por jueces mal nombrados y reivindican posiciones que avergüenzan al imponerse con prepotencia sobre la Constitución frente a fallos que no son de su agrado.  

Renuncian acaso sin saberlo a repudiar la impunidad descarnada y expuesta como nunca antes desde micrófonos que exigen devaluación impúdica, denigran por su procedencia la esperanza de una vacuna o trivializan con obscenidad la tragedia del virus para desprestigiar la incipiente reconstrucción de una economía devastada por el anterior gobierno. 

Quizá sea solo por desconocimiento que se atreven a mostrarse con tanto desenfado en defensa de probadas y recurrentes ilegalidades. Quizás sea el resultado del odio habilitado sin reparos. 

Pero nada los excusa de formar parte de la marcha boba, que no es marcha por mucho que se auto-elogien en las redes. Es apenas un patético rejunte de egoísmos naufragando entre el desconcierto, la sinrazón y la ira que los impulsa. Se huele que están tocando fondo, traspasando límites, persiguiendo el absurdo y ya no hay cobertura condescendiente que lo disimule. 

No hay fraude ni golpe ni relato ni amparo ni recurso que valga cuando  los pueblos vuelven a marchar con la decisión que produce el hartazgo que padecieron tras cansancios parecidos. 

La marcha es en Chile, es en Bolivia, es también -y por fin- en Estados Unidos. 

Ya es hora de recuperar las democracias. 

Y parece que la taba se dará vuelta, al menos por un tiempo.


Patricia Riche

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